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Los argentinos tenemos un problema –el cual, a esta altura, ya reconocemos y admitimos, pero poco hacemos aún al respecto– y es que solemos creernos los mejores en todo. Ejem- plos, sobran; a veces pueden ser ciertos, otros con seguridad no lo son, y algunos, como míni- mo, discutibles. Sin embargo, hay un aspecto dentro del ámbito deportivo, que tanto fomenta este vicio narcisista, que es una verdad universal e irrefutable: en lo que al polo respecta, Ar-
gentina es el mejor, y por mucho.
Dentro del ambiente de este deporte hay varios apellidos ilustres. Resulta ineludible citar a los herma- nos Harriott, Juan Carlos y Alfredo, que junto con los Heguy –Alberto y Horacio– conformaron durante las décadas del ’60 y del ‘70 el histórico Coronel Suárez de 40 puntos de hándicap. Luego, en los ’80, surgieron los Zavaleta, los Dorignac, los Laprida, los Trotz, y, claro, los hijos de los Heguy. Más cerca de la actualidad tenemos a los Novillo Astrada, Aguerre, Mac Donough, Nero, entre otros; y, por supuesto, Adolfo Cambiaso, el mejor polista de la historia, que sigue vigente a sus 44 años. Pero hay un apellido que surca la mayoría de las distintas épocas y que, como los Heguy, se ha convertido en una dinastía dentro del polo; hablamos de los Pieres.
































































































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