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El asado, esa gran pasión nacional. Una tradición transversal a todos los argentinos. Sinóni- mo de reunión, de amistad, de buenos momentos. Durante esta eterna cuarentena que aún estamos navegando, sin dudas es el programa más anhelado, el que más nostalgia genera y el primero en ser elegido para volver a verse con aquellos seres queridos que el coronavirus alejó de nosotros. Aunque, como todo ítem popular en nuestro país, la mayoría de sus aristas se han convertido en un tema de debate y un recinto para fundamentalistas, tanto del comer como del hacer. El consumo de carne en la Argentina y en el mundo ha disminuido, y la tendencia a la baja continúa. Claro que como en toda oleada hay una contramarea que busca revalorizar a la carne como un plato de culto, con infinidad de variantes de cocción. Ahí es donde surgen las figuras de asadores locales deve- nidos en gurús de la brasa y el fuego –algunos de ellos con sobradas credenciales, otros con no mucho más que una fama reciente–; o bien de chefs internacionales, como el popular Salt Bae, el cocinero y showman turco especializado en carnes, que a través de 16 restaurantes y una cuenta de Instagram con más de 30 millones de seguidores, conquista con sus platos y su carisma hasta a un vegetariano. Si bien en nuestro país la costumbre del asado parece mantenerse firme, es innegable que en búsqueda de una experiencia más variada –y, por qué no, más saludable–, las parrillas argentinas se han visto in- vadidas por nuevos cortes y elementos. Puede llegar a ser horrorífico para un tradicionalista o un carní- voro de ley el ver los fierros adornados con verduras de todos los colores. Pero la evolución es innegable. Brisket, ahumada en este caso, más conocida aquí como tapa de asado